ASALTO A LA ROCA, un artículo del Rev. D. Vicente Ramón Escandell.
Iglesia, modernidad y revolución
El siglo XIX fue testigo de uno de los cambios más radicales que ha experimentado la humanidad desde sus orígenes. 1789 marcó el fin de un mundo y abrió las puertas de otro que altero todo el statu quo social, político, religioso, intelectual y cultural de Occidente, pero, particularmente de Europa. Todo ello afecto a las relaciones entre la Iglesia y el mundo que la rodeaba, hasta el punto, de desapareció esa armonía entre ambos que había caracterizado las centurias precedentes.
Pero estas transformaciones no surgieron de la noche a la mañana. El espíritu de la modernidad, nacido a la sombra de la crisis de la Europa medieval, sentó las bases de lo acontecido en 1789: el Humanismo, la reforma protestante, la revolución científica y filosófica del XVII, junto con la Ilustración, eclosionaron en 1789 para dar lugar a un giro radical de la historia humana como no se había vivido antes.
Los orígenes de un conflicto (Ss. XVI- XVIII)
La primera gran ruptura del mundo cristiano se produce con motivo de la reforma luterana del siglo XVI que dividió la Iglesia y la Cristiandad en dos partes irreconciliables. Mucho antes que Lutero, en quien convergen distintos factores propios de la modernidad (individualismo, subjetivismo, sentimentalismo…), Erasmo de Rotterdam y el Humanismo habían sentado las bases de una nueva cultura y un nuevo cristianismo, menos teórico y más práctico, que en no pocos puntos coincide con el deísmo del XVIII.
El rechazo de todo principio de autoridad, de la libre iniciativa intelectual, la oposición a todo dogmatismo, ritualismo y un excesivo moralismo, son algunos de los puntos de este nuevo pensamiento cristiano que estará en la base del luteranismo y de los librepensadores del XVIII.
No sólo Lutero y Erasmo sientan las bases de la ruptura de la unidad cristiana, sino también el mismo efecto de las Guerras de Religión dan lugar, en el Siglo de las Luces, a un movimiento escéptico que, como fruto de la sangría de los siglos XVI y XVII, se plantea la utilidad de la Religión y su efecto como elemento perturbador de la paz pública.
El Deísmo del XVIII planteara, como respuesta, un retorno a la religión natural, no revelada, con unos principios básicos que, según ellos, pueden compartir todos los creyentes de todas las religiones; es el tiempo del florecimiento de la Masonería, de su aspiración a una religión universal que una a los hombres en torno a unos valores éticos y morales que nada tengan que ver con las religiones tradicionales.
Junto a este despertar del escepticismo religioso y el desarrollo de una religión universal, hay también un rechazo de la concepción cristiana del poder, de la unión del Trono y el Altar, y la búsqueda de una forma de poder que emane, no de Dios, sino del pueblo. Es el momento en que aparece el Contrato Social de J. J. Rousseau que propone los principios de un régimen nacido de la voluntad popular y no de un individuo o divinidad.
Pero también es el tiempo de Voltaire, el gran cínico, que con sus escritos envenena las mentes y los corazones de media Europa contra la religión y la Iglesia, a quien llama “la Infame”, y cuya derrota anhela más que nada en este mundo.
La gran paradoja de este siglo es que aquellos mismos que sustentaban su autoridad sobre la religión y la corona, dieron cobijo a hombres como Rousseau, Voltaire o Montesquieu que, con sus escritos socavaban las bases de sus tronos.
A finales del siglo XVIII, y ante la mirada complaciente de aristócratas y clérigos, muchos de los cuales participaban de estas ideas filosóficas, religiosas y políticas, se produce el gran estallido revolucionario que cambio el mundo. Los pilares de la sociedad del Antiguo Régimen (Dios, el Rey y la Ley) fueron talados de raíz en la católica Francia en 1789, y del resto de Europa, con mayor o menos violencia en el siglo siguiente ante la mirada atónita de la Iglesia que, no supo o no pudo reaccionar ante la avalancha que aplasto un modo de vida milenario en menos de sesenta años.
De colaborar con el Estado en la tarea de promover humana y espiritualmente al hombre, se vio enfrentada con él, que aspiraba al control de la educación para fomentar los valores revolucionarios, primero, y liberales, después.
La primera batalla: la Revolución Francesa
Sería injusto decir que la Iglesia, y en concreto los Papas del siglo XVIII no presentaron batalla a las ideas que iban socavando la sociedad cristiana. Desde muy pronto los Romanos Pontífices, más allá de los meros condicionamientos históricos, se apercibieron del peligro de las nuevas ideas para la fe y las costumbres. De ahí, las condenas hacia la Masonería, máxima expresión del espíritu del siglo, de los papas Clemente XII (1738) y Benedicto XIV (1751), las primeras emitidas por la Iglesia contra esta secta.
Sin embargo, también se dejaron llevar, con menor o mayor intensidad, por las ideas de su tiempo, como, por ejemplo, Benedicto XIV que sentía profunda admiración por Voltaire que, como hemos dicho, sentía un profundo odio contra la Iglesia y el cristianismo.
Sin embargo, la Revolución Francesa sacudió los mismos cimientos de la Iglesia que, en Francia, y más tarde en toda Europa, experimentaría la división de sus hijos en dos bandos irreconciliables: aquellos que acogieron con convicción las ideas de la revolución y que creyeron compatibles con el cristianismo, y los que, fieles a sus raíces cristianas, se opusieron a ellas y las combatieron.
En Francia la Constitución civil del clero fue el primer motivo de división entre los miembros de la Iglesia, pues establecía una Iglesia supeditada al poder civil, que hacía de obispos y sacerdotes sus funcionarios; hubo quienes la juraron y otros que la rechazaron, convirtiéndose en proscritos estos últimos, provocando una guerra civil interna en la Iglesia francesa que duró hasta bien pasada la revolución.
El pueblo, en su mayoría, permaneció fiel a los segundos y rechazó a los primeros, prestándoles su auxilio y arriesgando sus vidas por ocultares y servirles en las funciones litúrgicas clandestinas.
Las políticas religiosas de la Revolución fueron devastadoras para la Iglesia y los cristianos: bajo el Gran Terror jacobino no sólo fueron ejecutados miles de sacerdotes, religiosos, religiosas y seglares, sino que prácticamente fue borrado el cristianismo de Francia y de los franceses.
De la noche a la mañana las catedrales, iglesias, monasterios y conventos fueron barridos de la faz de la tierra en nombre del progreso; las cárceles se llenaron se miembros del clero, y cuando no hubo sitio los puertos se convirtieron en cárceles flotantes e incluso se deportaron a ultramar a cientos de sacerdotes y religiosos.
De una exaltación mística de la Razón se pasó a la religión del Dios Supremo bajo la dictadura de Robespierre, para finalizar en el culto al Estado, a la Patria, trágico antecedente de lo que ocurría en Europa en el siglo XX con los Totalitarismos comunista y nazi.
Este fue el resultado de la aplicación práctica de las teorías deístas y librepensadoras de aquellos que habían compartido mesa y tertulia con los mismos a quienes sus discípulos, con fanática aplicación, llevaron a los cadalsos de Francia en estas tristes jornadas.
La reacción de la Iglesia fue de evidente rechazo de los principios político – religiosos de la Revolución.
No sólo fue condenada y rechazada la Constitución civil del Clero, sino que también la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, carta magna de la nueva Francia laica y republicana, recibieron la más dura condena del Papa Pío VI. Ambos textos, sancionados bajo coacción por el rey Luis XVI, indignaros grandemente al Sumo Pontífice por lo contrario a la doctrina cristiana y por su inspiración en la ideología anticristiana del iluminismo, contrario a todo orden divino y humano.
Frente a la sociedad sin Dios que empieza a vislumbrarse bajo la bandera de la Igualdad, la Libertad y la Fraternidad, el Papa pondera los beneficios de la religión como solido fundamento de la sociedad humana y de la unidad entre los hombres: la religión – decía en 1793 – es la más segura protección o el más sólido fundamento de los imperios, puesto que lo mismo reprime los abusos de autoridad de las potencias que gobiernan, que los abusos de libertad de los súbditos que obedecen; por eso los facciosos, adversarios de las prerrogativas reales, intentan destruirlas, esforzándose primero en conseguir la renuncia a la fe católica.
En aquel torbellino revolucionario e impío, la voz de la Iglesia, la voz de Dios, fue apagada por la de las armas.
No sólo se contentaron los enemigos de la Esposa de Cristo en desposeerla de sus bienes temporales en Francia, sino también en la misma Roma, de la que fue expulsado el Papa y en la que fuera sede del Apóstol se proclamó la Republica Romana, que vino acompañada por el matrimonio civil, el divorcio, la clausura de los monasterios y la confiscación de los bienes de la Iglesia.
Pío VI fue obligado a exiliarse a Francia, como “prisionero de Estado”, muriendo en 1791. La ultima humillación que sufrió fue que los sacerdotes juramentados le negaran un entierro cristiano y que su fallecimiento constara de esta forma en el libro de defunciones: Falleció el ciudadano Braschi que ejercía de profesión pontífice.
Pero, junto con los más eximios ejemplos de sacrificio y martirio, no ya del mismo Romano Pontífice, sino también de obispos, sacerdotes, religiosos y fieles, hubo la más abyecta colaboración con la ideología anticristiana de la Revolución.
No pocos clérigos, imbuidos por el espíritu del siglo, colaboraron con el Nuevo Orden revolucionario, jurándole fidelidad y propagando sus principios desde pulpitos y escritos.
Ahí quedan para las páginas de la historia, el comportamiento vergonzoso de prelados como Talleyrand, obispo de Autun, que renegó de su condición clerical para servir como ministros de exteriores a los gobiernos de la Revolución, de Napoleón y de la Restauración; o del abate Fauchet, ardoroso clérigo revolucionario, que aspiraba a vincular su siglo a Dios, el Evangelio a la Revolución, y la Pascua a la Revolución; o el del abate Morellet, que proponía que los patriotas, o sea los revolucionarios, comieran las carnes de sus víctimas, a modo de “eucaristía” revolucionaria.
En la mente de muchos de estos clérigos, apóstoles no ya de Cristo, sino de la Revolución, resuenan estas palabras: soy sacerdote, soy párroco, es decir charlatán, hasta aquí charlatán de buena fe; he engañado por estar yo mismo engañado, ahora que estoy civilizado… Jesucristo es ya el sans-culotte Jesús, o el en otro tiempo digamos rey de Nazaret o difunto Jesucristo, muerto en la época de las revoluciones de Judea por haber intentado una contrarrevolución contradictoria a la autoridad del emperador.
El siglo XVIII se cerraba, de esta manera, con una honda división ideológica de la sociedad y de la Iglesia misma, que hundía sus raíces en la Reforma protestante y la Ilustración.
Las ideas revolucionarias permanecieron y la Iglesia tuvo que luchar contra ellas, pero también contra aquellos que, desde su mismo seno, pensaron que podían llegar a ser instrumento y medio de renovación eclesial.
Continuara
Vicente Ramón Escandell, Pbro.
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